Veamos
ahora una imagen usual en esos años. Se estaba celebrando en la región
de Moscú una conferencia distrital del partido. La moderaba el nuevo
secretario del Comité Regional en sustitución del que habían encarcelado
recientemente. Al final de la conferencia se adoptó una resolución de
fidelidad al camarada Stalin. Naturalmente, todos se pusieron de pie
(como se ponían de pie, de un salto, cada vez que se mencionaba su
nombre en el curso de la conferencia). La pequeña sala prorrumpió en
«tumultuosos aplausos que desembocaron en una ovación». Tres minutos,
cuatro minutos, cinco minutos, y continuaban siendo tumultuosos y
desembocando en ovación. Pero las palmas de las manos dolían ya. Se
entumecían los brazos levantados. Los hombres maduros iban quedándose
sin aliento. Se trataba de una estupidez insoportable incluso para los
que adoraban sinceramente a Stalin. Pero ¿quién sería el primero que se
atrevería a parar? Habría podido hacerlo el secretario del Comité
Regional, que estaba en la tribuna y que acababa de dar lectura a la
resolución. Pero él era reciente en el puesto y estaba en lugar del
encarcelado, ¡él tenía miedo! ¡En la sala había miembros del NKVD
aplaudiendo de pie y controlando quién paraba primero! ¡Y en aquella
pequeña sala perdida, sin que llegaran al líder, los aplausos hacía seis
minutos que duraban! ¡Siete minutos! ¡Ocho minutos! ¡Estaban perdidos!
¡Eran hombres muertos! ¡Ya no podían parar hasta que les diera un ataque
cardíaco! En el fondo de la sala, por lo menos, entre las apreturas, se
podía hacer trampa, se podía batir palmas más espaciadamente, con menos
fuerza, con menos vehemencia, ¡pero en la presidencia, a la vista de
todo el mundo! El director de la fábrica de papel del lugar, un hombre
fuerte e independiente, de pie en la presidencia, era consciente de la
falsedad de aquella situación sin salida, ¡y sin embargo aplaudía! ¡Ya
iban nueve minutos! ¡Diez! Miró con desesperanza al secretario del
Comité Regional, pero este no se atrevía a parar. ¡Una locura! ¡Una
locura colectiva! Mirándose unos a otros con un atisbo de esperanza,
pero fingiendo éxtasis en sus caras, los jefes del distrito aplaudirían
hasta desplomarse, ¡hasta que los sacaran en camilla! ¡E incluso
entonces, los que quedaran no vacilarían! Y en el minuto once, el
director de la fábrica de papel adoptó un aire diligente y se dejó caer
en su asiento de la presidencia. ¡Y se produjo el milagro!, ¿adónde
había ido a parar aquel entusiasmo incontenible e inenarrable? Todos
dejaron de aplaudir a la vez y se sentaron. ¡Estaban salvados! ¡La
ardilla se las había ingeniado para salir de la rueda!
Sin
embargo, así es como se ponen en evidencia los hombres independientes.
De esta manera los eliminan. Aquella misma noche el director de la
fábrica fue arrestado. Le cargaron fácilmente diez años por otro motivo.
Pero después de firmar el 206 (el acta final del sumario), el juez de
instrucción le recordó:
—¡Y nunca sea el primero en dejar de aplaudir!
Archipiélago Gulag I, Alexandr Solzhenitsyn.
