dimarts, 17 de gener del 2012

¡Paf!

A aquel hombrón le encantaba comer polluelos recién nacidos de los pájaros, sobre todo de las perdices, mirlos y tordos. En primavera, durante la época de la nidificación, nos enviaba a mi hermano y a mí a cazar aquellas minúsculas criaturitas todavía implumes. Teníamos que robarlos del nido antes de que les creciera la pelusa, si no, no nos los pagaba. En una sartén ponía a derretir una nuez de mantequilla, le añadía unas hierbas aromáticas y le echaba los pajaritos enteros, sin quitarles las vísceras. Decía que lo mejor estaba precisamente en las microscópicas tripas. No les cortaba ni siquiera el pico; era tan blando como la arcilla. Al principio se los llevábamos vivos, en una bolsita. Veinte, veinticinco capullitos rosados que piaban pidiendo de comer. Saqueábamos todos los nidos de los valles en torno al pueblo. Nos daba treinta liras por cada bolsita, sin importarle que fueran muchos o pocos, y nos pagaba en el momento de la entrega. Con aquel dinero comprábamos algarrobas y castañas secas. Un día se cansó de que le trajéramos los pajaritos vivos. Nos dijo que nos pagaría más si se los traíamos ya muertos. "No somos capaces de matarlos", balbuceé. "Es muy fácil", dijo. Agarrando una a una las cabecitas entre el pulgar y el índice y apretando con aquellos dedos gruesos como estacas, los fue haciendo explotar con un ¡paf! que parecía un soplido.

Mauro Corona. Fantasmas de piedra.